martes, 11 de octubre de 2016

Vacas y Ordesa

El Parque Nacional y la ganadería extensiva tradicional de los valles altoaragoneses, han sostenido durante casi un siglo de vida, una relación de amor – odio que aún perdura en nuestros días. En sus inicios, la tremenda deforestación que afectaba al valle de Ordesa (el único que fue protegido en 1918) obligó a las autoridades a prohibir tajantemente la práctica del pastoreo en el interior de las 2000 hectáreas protegidas con el objetivo de permitir la recuperación de los jóvenes brotes y la regeneración de un bosque nuevo tomando como base la multitud de ejemplares centenarios a los que el hacha había milagrosamente respetado. Un acierto desde el punto de vista ambiental que permitió recuperar la masa arbórea y salvar innumerables especies de flora, algunas de ellas endémicas.
Pero, al mismo tiempo, constituyó un tremendo error desde el punto de vista humano, al cercenar de cuajo y sin alternativas, la principal actividad económica del momento sin una alternativa clara (el turismo estaba más que en pañales, directamente embrionario). En 1975 el bosque estaba completamente recuperado, pero la herida abierta entre el espacio protegido y los locales dedicados a la práctica ganadera, se había sostenido fresca y lacerante durante tres generaciones. La desconfianza cuando no abierto odio de algunos ganaderos hacia el Parque Nacional, se heredaba de abuelos a nietos y solamente comenzaba a esquivarse, cuando el declive de la actividad primaria en favor del ya floreciente turismo, cerraba bordas en favor de la hostelería. La luz pareció encenderse a finales de los años setenta cuando Don Ricardo Pascual fue nombrado director del Parque. Ricardo, mucho más avanzado en lo que a su formación e ideas sobre sostenibilidad se refiere, se propuso compaginar la protección del espacio con el desarrollo sensato de los locales. Fue el uno de los grandes impulsores de la ampliación del Parque Nacional hasta sus actuales 16.000 hectáreas (más otras 23.000 de protección periférica). Fue el quien inició un trato más directo con los montañeses que convivían con la protección de Ordesa o quien desarrolló el primer plan de protección del Bucardo. Y fue el quien volvió a abrir las puertas del valle a los ganaderos y a favorecer sus actividades. Para Pascual, resultaba impensable la conservación de especies tan emblemáticas como el Quebrantahuesos, el Alimoche o el Buitre Leonado, sin el aporte que les proporcionaban las miles de ovejas y vacas que cada año pastaban en los montes de Ordesa. Para el, la actividad agropecuaria favorecía la prevención de los tan temidos incendios. Incluso defendió, una idea a la que la falta de visión y presupuesto por parte de Medio Ambiente cercenó, la contratación de un pastor fijo con varios cientos de ovejas para que estas rumiaran en el interior del bosque y evitar así la proliferación del tan peligroso sotobosque. Un proyecto que, de haber prosperado, hoy supondría, con un coste ridículo, una política antiincendios mucho más sensata, preventiva sostenible y duradera. Don Ricardo fue el verdadero artífice de una nueva relación entre la protección del monte y los ganaderos, prueba evidente del cambio de actitud por parte de la administración. Entre los ganaderos por su parte, si bien nuevas generaciones observan la protección del medio con otros ojos (sobre todo porque la mayoría compaginan la pezuña con el oficio como guías para turistas poco avezados), los hay que conservan, como un muro pétreo, la desconfianza contra cualquier protección que supusiera limitar su actividad. La práctica ganadera tradicional de los valles, la extensiva, en cantidad adecuada y debidamente gestionada, no solo no supone ningún riesgo para la conservación de la montaña, sino que incluso la beneficia sobremanera. Parque Nacional y ganaderos pueden formar la simbiosis perfecta que permita, apoyar desde la administración una actividad centenaria, enquistada en nuestro acervo cultural y al tiempo conservar los grandes valles que dan de comer, vía turismo, al 90% de la población local.