miércoles, 10 de agosto de 2016

El gran Pájaro de Ordesa

Fue en el Bujaruelo de 1988 donde contemplé mi primer quebrantahuesos. Fue un adulto, relativamente cercano, que sobrevolaba la muga curioseando sobre los dos individuos que lo miraban desde abajo. Uno era yo, claro. El otro, la sabiduría de mi buen abuelo. Este, que llevaba ya toda una vida viéndolos, me aconsejó que los disfrutara, que quedaban pocos, que no llegaría a morirme con ellos sobrevolando todavía el Pirineo. Por fortuna, fue de las pocas cosas en las que el yayo anduvo errado. Justo entonces los Amigos del Buitre, en el Somontano, comenzaban una carrera contrarreloj para salvarlos en los peñascos de Guara. A los pocos años, se unían los más publicitados de la Fundación para la Conservación del Quebrantahuesos y entraba en acción el Proyecto Life Quebrantahuesos, subvencionado desde un Estrasburgo interesado en conservar las grandes joyas de la fauna pirenaica; oso, bucardo, quebranta. La tarea con la gran ave osteófaga del viejo continente fue sencilla en lo social; no causaba mayores problemas entre los locales. Y eso a pesar de algún envenenamiento y perdigonazo, propio de quienes con la mente blindada, blindan también las entendederas. Protección de las zonas de nidificación, refuerzo alimenticio especialmente durante el invierno y una intensa actividad de promoción y concienciación llevaron a que, casi tres décadas más tarde, las escasas 40 parejas de 1988, ronden hoy las 120 y de los 100 individuos, contemos hoy en torno a 600. Incluso desde el Pirineo, se han enviado ejemplares para dotar los proyectos de reintroducción en los Alpes y recientemente, en Picos de Europa. El Quebranta, difícil de conservar por su especialización alimenticia y escasa capacidad reproductiva, encuentra en los grandes cañones del Parque Nacional su hábitat perfecto, gracias a lo abrupto del paisaje, a su aislamiento, a la presencia de una cabaña ganadera considerable y la abundancia de fauna salvaje que constituyen la base de su alimento. Verlos resulta sencillo sí. Al menos espero poder, dentro de treinta años, poder enseñárselo a mis propios nietos, aleccionándoles a respetarlo, con una frase algo más esperanzadora que la que escuché por boca del abuelo.